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La comunidad y el río



El cauce del río se va afinando hasta llegar a un ancho tal que solo puede pasar una persona. Era un río en el que abundaban las nutrias y de ahí su nombre: “Pasaje de las nutrias”. La historia de la comunidad que se asentaba a orillas del río se entrelazaba con esa fauna volviéndose una sola cosa inseparable. Decían que las nutrias les habían enseñado a cazar en grupo: cada una llevaba su presa a la orilla, pero solo una era elegida para romper el caparazón de los cangrejos con la misma piedra. En cuestión de pocos años, la comunidad consideró al río y su devoto tributo a las nutrias, el escenario y símbolo predilecto para realizar una ceremonia de consagración y con ello elegir a su líder. El punto de partida era, por supuesto, la orfandad de mando. Como buena comunidad, el modo de pensarse sí misma era en conjunto: la figura del «Nosotros» se alzaba por encima de la de cada uno de sus integrantes. Precisamente por eso, resultaba necesario que hubiera un líder que personificara esa conciencia colectiva. Por lo tanto, el ritual consistía en una carrera de nado por el río hasta llegar al cauce por donde solo podía cruzar una persona: de este modo, la primera (y única) persona en cruzar continuaría en la carrera por el liderazgo. 

Con una periodicidad de una vez cada cinco años, la comunidad entrenaba a cien nadadores (la misma proporción de mujeres y varones), de entre 20 y 30 años, en un vivero de músculos y cicatrices donde se podaban los cuerpos como juncos rebeldes, capaces de soportar las temperaturas más bajas, resistir la corriente, tener agilidad para sortear las piedras y habilidad para vencer a los peces, sobre todo a las pirañas. Se decía que esas aguas inquietas devoraban vidas para no secarse y sobre esos dichos se pensaba la adversidad: el río crecía y bajaba en cuestión de segundos, lo cual obligaba a no ser extremadamente fuerte, sino más bien a tener flexibilidad y resistir un desafío peligroso. De los cien nadadores, setenta morían ese mismo día; veinte, los días siguientes, por lesiones irreversibles; y diecinueve quedaban merodeando perdidos durante meses. 

El nadador que lograba llegar al cauce, casi siempre con graves heridas en todo el cuerpo, pasaba a una segunda fase. Esta etapa era un cauce aún más angosto, por ende, solo entraba una persona acostada; en el mejor de los casos, boca arriba. Aquella se realizaba cada diez años. Allí solo quedaban dos personas: quien ganaba el primer nado y quien, detrás, intentaba alcanzarlo. Ambas continuaban con numerosas dolencias y heridas, en abierta competencia por alcanzar la fase tres. Ese cauce, de hecho, era tan pequeño que solo podía pasar un fragmento de persona sin extremidades. Entonces el único modo de que uno de los dos avanzara era a través de un auto-lesivo proceso de extirpación de brazos y piernas. Se sabe: siempre es más fácil extirpar extremidades a otro que a uno mismo, por lo que los competidores se ayudaban mutuamente a arrancarse las partes. Ayudarse es una forma de decir: era una batalla descarnada ambientada en un río que se teñía de rojo progresivamente por la sangre de ambos. Cada extremidad arrancada era ofrecida al río como tributo y a medida que avanzaba esa lucha entre competidores, sus torsos, sin brazos ni piernas, se contorsionaban como nutrias heridas, arrastradas por la corriente que ahora decidía su rumbo. 

El pedazo de persona que pasaba a la tercera fase, desangrado y sin posibilidad de nadar, moría ahogado en cuestión de segundos. Acto seguido, la comunidad descendía a la orilla, recogía el fallecido fragmento y era declarado líder simbólico, pues este ya estaba muerto y solo quedaban a la vista fracciones de su cuerpo. Esa anomia era una fiesta: noche cerrada e iluminada por el fuego, la danza y la música. En ese baile, alguien golpeaba el suelo con una piedra lisa, imitando el sonido sordo de las nutrias rompiendo caparazones. Toda la comunidad resonaba con esa percusión con sus cuerpos repletos de barro. Se fundían como asociación con la tierra, en un carnaval que concluía con una ceremonia final en la que colocaban la cabeza del ganador en un alto mástil en medio de la plaza pública. Luego de años, la cabeza se consumía por el paso del tiempo y se organizaban los entrenamientos con los nuevos jóvenes para una nueva competencia.

Algunos antropólogos han afirmado la idea de que la comunidad no necesitaba un líder y que la organización del ritual para declararlo y matarlo al mismo tiempo era acto de gloria y declaración de principios. Otros optaron por la tesis de que la comunidad odiaba a cualquiera que desee proclamarse líder por sus atributos físicos o capacidad deportiva, entonces el ritual representaba su aniquilación. Muy pocos decían que el río nunca existió y que  todo el tiempo se había atestiguado a un pueblo que corría por el borde de un cementerio inundado por las lluvias, en busca de los suyos.


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